Bueno aquí les traigo otro creepypasta de parte de Nina, espero que la puedan conocer pronto.
Mi nombre no es de importancia, no soy un hombre de fe ni de
creencias extranormales. El siguiente escrito es una experiencia propia que
desde hace tiempo no me ha dejado dormir por su inexplicable incógnita que
retumba en el abismo de mi conciencia. No espero que me crean, que me ayuden o
que se aterren. Sólo busco un desahogo a este recuerdo que dormirá conmigo por
siempre, ya que es imposible olvidar esa cara, ese rostro, esos ojos…
Era joven en aquel entonces, recuerdo muy bien ese garaje en
donde solía pasar el rato con mi banda de rock, el mundo olía a coche nuevo y
nosotros hambrientos nos lo comíamos de un sólo bocado; los padres, los
maestros, la autoridad no eran más que viejos amargados. Después de desahogar
nuestras hormonas interpretando canciones de rock pesado, solíamos ir a un
parque cerca de aquel garaje; éramos jóvenes con ideas muy diferentes pero no
con malas intenciones, el alcohol y las drogas nunca nos llamaron la atención.
El parque siempre estaba muy solo, con pocos árboles y muy descuidado. En el
centro de él había un quiosco, una especie de construcción muy extraña que
tenía dos niveles. El de arriba estaba techado y no tenía paredes, sino unos
soportes y unas rejas para no caerte, mis amigos y yo pasábamos harto tiempo en
ese lugar viendo a la gente pasar y charlando sobre chicas o bandas de rock. El
otro nivel era subterráneo, como de unos 4 metros de profundidad, nunca
entrábamos ahí ya que pasaba inundado por las lluvias y lleno de basura, además
de que su oscuridad y fachada de posible albergue de drogadictos nos daba un
poco de miedo. Me comentaron que hace unos años era una tienda llamada “El
quiosco”.
De tanto tiempo que pasábamos en el quiosco que ya sabíamos
qué personas pasaban por ahí y a qué hora; pero una de esas personas era algo
especial, ya que era todo un espectáculo ver su comportamiento y su acto
rutinario. Se trataba de una persona de la tercera edad, era una vieja, lo
sabía por sus manos arrugadas y huesudas, pues nunca se dejó ver la cara. Tenía
una postura muy inadaptada y caminaba con dificultad —se ladeaba de un costado
y su mirada apuntaba al otro costado—, tenía una joroba inmensa que no le
permitía alzar la mirada y usaba ropa vieja y desgastada con la que se cubría
todo el cuerpo. A pesar de que siempre iba cargando dos bolsas rojas grandes de
tela gruesa, una en cada mano para equilibrarse, nunca nos preguntamos qué
tenían dentro…
Pasaban los días y la vieja seguía rondando ese parque, y a
veces se dormía dentro del quiosco. Llegamos a la conclusión de que era una
loca sin hogar y en las bolsas cargaba su ropa o pertenencias con las que
sobrevivía. Una noche fría nos fuimos a platicar en la planta alta del quiosco,
recuerdo aquel tremendo grito que rompió con el silencio de invierno; no
dudamos y desde la planta alta nos asomamos abajo para saber qué había
ocurrido. Como estampida salían gatos negros de las escaleras subterráneas
corriendo aterrados, nunca había visto esa cantidad de gatos juntos. Corrían
hacia ningún lado haciendo tremendo alboroto. El olor pestilente y espeso me
hizo voltear de nuevo hacia el fondo oscuro de las escaleras, y ahí estaba la
vieja loca con una de sus bolsas vacías. Nunca la vi moverse tan rápido,
parecía asustada y subía las escaleras con torpeza. Un gato pasó entre sus
pies, ella lo trató de agarrar pero era demasiado lenta y el frío le había
entumecido el cuerpo. La vieja gritaba con gestos de locura y tristeza, eran
chillidos cortos y forzados, como si le doliera algo o estuviese enferma. El
último gato desafortunado pasó cerca de ella, lo tomó por la cola y el gato
emitió un chillido espantoso; la vieja lo levantó y colgaba como péndulo, lo
miró detenidamente y le susurró algo —creo que su nombre—. A pesar del esfuerzo
del gato por huir, lo metió en la bolsa y la cerró; el gato brincaba dentro de
la bolsa y chillaba. La vieja lentamente se perdió en la oscuridad de las
escaleras subterráneas.
Pasaron los días y la anécdota la platicábamos
constantemente entre nosotros tratando de buscar una explicación. Escribí una
canción sobre ello, “Cats in Bags”, que ya no recuerdo. Entramos a la
preparatoria, tuvimos novias y la banda se disolvió, pocas veces nos veíamos,
duramos años sin vernos. Un día me hablaron invitándome a platicar, nos
juntamos esa noche en el quiosco, como en los viejos tiempos, sólo que ahora
con una botella de Whisky y algunas cervezas. Después de unos chistes y un par
de tragos, quise ir a orinar pero el alumbrado del parque no era favorable, así
que fui abajo del quiosco. Estaba bajando las escaleras con una cerveza en mano
y bajándome la bragueta, cuando recordé aquella noche que preferiría haber
olvidado. Me dije a mí mismo “cobarde” y bajé hasta el fondo. Miré el interior
pero no apreciaba nada más que basura y un charco inmenso de agua negra, así
que empecé a orinar. Un amigo gritó, riéndose: “¡Escribe mi nombre!”. Me reí
con él y contesté: “¡Lo haré pero sin manos!”. Seguí orinando y tomé un gran
trago de cerveza, bajé la mirada antes de pasarme el trago y me quedé pálido al
ver un gato negro que me miraba fijamente a unos cuantos metros. Me esforcé
para dejar de orinar aún sin acabar y me subía la bragueta y me ponía el
cinturón rápidamente (por el miedo mis movimientos eran torpes), cuando el gato
pasó al lado mío para subir las escaleras. Nunca me dejó de mirar, el gato iba
despacio y parpadeaba lento, hipnotizante. Escuché un ruido de movimiento
dentro del quiosco, volteé para saber si era uno de mis amigos, pero estaban
arriba tomando y platicando. Para mi sorpresa, el gato no estaba en la
escalera; seguramente el ruido lo espantó y corrió, yo me quedé impactado por
el ruido.
Me preguntaba qué era y no veía nada, todo era basura y un
charco de agua negra con un retoque de amarillo. En la oscuridad algo se movió,
algo que ya estaba ahí y no vi antes, era aparatoso y se movía lento. De
inmediato pensé que era la vieja. No te mentiré, compañero lector, en ese
momento sentí miedo, miedo como nunca había sentido. Me paralicé y no podía gritar,
respiraba lento para no hacer ruido y mis latidos eran fuertes y rápidos. La
sombra era cada vez más visible, hasta que alcancé a distinguir esas bolsas
rojas que ella siempre cargaba, sólo que ahora las arrastraba con más
dificultad, y ambas bolsas se veían completamente llena de bultos. Cada vez que
se movía arrastraba la bolsa entre el charco, y pude ver cómo su vestido estaba
mojado y, a pesar del frío, no temblaba. De una bolsa colgaba un listón peludo
y negro que no alcancé a distinguir muy bien, y estaba preparado para salir de
ahí rápidamente sin hacer ruido. El listón negro y peludo se agitó rápidamente,
se escuchó un chillido extraño y con él un montón de chillidos de gatos en
efecto mariposa provenientes de la bolsa. La bolsa se agitó con tremenda
fuerza, lo que provocó que la vieja se detuviera; me dio tanto pavor que me fue
imposible moverme. La vieja giró su cabeza y la vi por primera vez al rostro,
era muy anciana, con nariz afilada y sus ojos eran completamente negros pero
brillantes. Estaba muy sucia y descuidada, pero lo impactante fueron sus ojos,
pues a pesar de no tener pupilas, sentía su mirada incrustada en mí; se notaba
asustada y triste. La adrenalina en mi sangre fluía y me hizo correr como
nunca, haciendo tremendo alboroto. No recuerdo muy bien, pero mis amigos me
comentan que estaba llorando, temblando, que me salpiqué un poco en el pantalón
—lo que fue motivo de burla por parte de mis compañeros—, pero me veían tan
asustado que no se lo tomaron a juego. Me preguntaron qué había pasado y les
comenté que la vieja estaba abajo y sus ojos eran completamente negros. Un
amigo dio un paso atrás, y me preguntó: “¿La vieja de los gatos?”. Contesté:
“Sí, ella, está aquí mismo y sus ojos, ¡sus ojos…!”. Mi amigo me interrumpió,
tartamudeando: “No, no es posible, ¿es una broma? ¡Esa vieja murió hace unos
días!, un montón de patrullas de policías rodearon el parque. Era muy famosa en
la colonia y todos los vecinos se enteraron”.
Esa noche no dormí. Mis compañeros y yo decidimos nunca más
tocar esa canción, ni hablar de lo ocurrido. Desde entonces nunca hemos
regresado al quiosco, y cada vez que veo un gato negro, veo en sus ojos algo
brillante, como aquellos ojos negros que nunca olvidaré, esos ojos que se
incrustaron en mis sueños de por vida.
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